diciembre. 1968. après Praga-París-DF… siendo la sombra de nosotros mismos, los que antes fuimos cubanos y de pronto gusanos, ahora en la pecera del aeropuerto de rancho boyeros éramos pescaítos-casi-ahogados, observados por última vez, esperando que llegara el avión de iberia, de mexicana, de la klm, cualquiera, para que nos llevara lejos del charco y poder entonces respirar. ahí estábamos, tiesos, sin apenas movernos, vigilados por los “milicianos” tras las cuatro paredes de cristal. todo movimiento y conversación con la mirada silenciada. hacía calor, a pesar de diciembre: todavía estábamos en la isla. después de días de tensión tras la llegada del “telegrama” a nuestra casa matancera. era el papelucho indispensable para la huída, entonces, pero había llegado incompleto. no incluía a mi hermano, casi en edad del servicio militar, en el “núcleo”. mi madre se había puesto pálida, leyendo los tres nombres… y el cuarto, ¿dónde-dios-dónde? en cuestión de horas mi madre en la guagua para la habana, dispuesta a sentarse días en una oficina del Laguito hasta que alguien arañara el nombre de mi hermano en el telegrama. antes de irse nos lo dijo: los cuatro o nadie, mientras mi hermano bajaba la cabeza y yo aplastaba hormigas en el patio de las arecas. mientras, mi padre en otra guagua venía del campamento agrícola adonde lo habían enviado a “colaborar”, un último castiguito de eso que teníamos que dejar atrás.
entonces, después de una semana de angustia y tensión, y ocho años (fifoverborrea: ¿elecciones para qué? mamigritería: ¡hay que irse de esta mierda!) de tratar de irnos por lancha, por varadero, por camarioca, por donde abrieran grieta, por fin nosotros cuatro en la pecera, aquella sala de espera donde metían a los indeseables decididos a irse del paraíso obrerotropical de las américas. los hombres allí sentados, con saco y corbatita estrechita de los años 60, sudaban cabizbajos. las mujeres con traje y chaqueta y pañuelo sobrio al cuello miraban para todos los lados, ansiosas, preocupadas de que los niños no hicieran bulla. y los niños, nosotros, con varios suéteres y medias puestos —porque “nos vamos” al frío del norte o el este— aguantando las ganas de orinar, de llorar, de comer, de hablar porque los padres se habían pasado días advirtiéndoles que en la pecera no se podía ni chistar. sólo si te llamaban. y eso era lo peor que podía pasar.
sigue en Penúltimos Días o sigue acá
sigue en Penúltimos Días o sigue acá
si te llamaban una vez dentro de la pecera, era pura salación. era sacar al pez-con-agallas que casi ya éramos del oceáno que ya casi se nos abría —allí donde casi podríamos respirar después de vivir sin agallas tantos años— y, después de enrollar la pita de la caña, agarrarlo de la punta del anzuelo y tirarlo a tierra, rodeado otra vez del maloliente charquito donde se iba a morir poco a poco por falta de todo. si de pronto se escuchaba tu apellido por los altavoces de la pecera, al contestar con voz enflaquecida por el pavor ya sabías que no te ibas a poder montar en el avioncito de hojalata e ilusiones. se las habían ingeniado para, desde el trono del “poder del pueblo” que ahora ocupaban, encontrar una o dos moscas muertas en tu expediente de vida. podría ser una mosca aplastada desde un día en la secundaria en que habías jugado a la pelota con tus amigos con un libraco de marx, por joder, como había hecho mi hermano. o te obligarían a quedarte a cumplir años de castigo porque otra mosca que se coló en tu expediente indicaba que sin darte tú ni cuenta, cuando tus otrora hermanos culturales se apropiaron de tu muy sudado incipiente negocio porque de pronto eras un puñetero ferretero burgués y no tenías cómo alimentar a tu familia, te convertiste en contrabandista de todo lo que te cayera en las manos desde 1965, como había hecho mi padre. por eso, si les daba la gana te podían sacar de la pecera, esa anhelada antesala al mar, al mundo. entonces no habría posibilidad de otro mar, otro cielo, otra vida si te halaban fuera de esa pecera-purgatorio donde nadie se movía y los niños parecían títeres sin cuerdas. un miliciano tosía y nos miraba a través de sus espejuelos calobares. otro miliciano lo miraba para ver si aquel tic nervioso en el ojo del primero era una señal de sospecha. el de más allá miraba a los dos con las cejas alzadas en interrogativa. todos se revolvían inquietos en los asientos.
por un pasillo exterior a la pecera de cristal empezaron a pasar rusos, checos y polacos de alguna delegación de confraternidad con el pueblo obrero cubano. venían a enseñarnos a cortar caña de azúcar o sembrar café y tabaco, vaya, ellos cosacos y vikingos nos venían a decir cómo había que aguantar el machete o hincar la guataca en la fermosa tierra nuestra porque después de tantos siglos de zafras y tabacafetales, ínfimas maldiciones de tierra negra, humeante y dulce, los indígenas no lo hacíamos bien, partía de brutos ex capitalistas. pálidos de piel y rojos de mofletes, los nuevos invasores venían contentos y felices a sus vacaciones en el trópico, liberados de sus cajones congelados y sus gorros de piel de zorro. ya pronto acabarían con las pocas reservas que quedaban de la bacardí. ya se fumarían todos los tabacos con falsos cuños y se pasarían unas cuantas negras y mulatas por la bragueta antes de volver a abordar el aeroflot destartalado y ruidoso y regresar a su nieve sucia y su alfabeto atragantado de consonantes. ahora, al pasar por la pecera nos miraron como se mira a los animales enjaulados, con curiosidad e indiferencia. éramos souvenirs expuestos a todo, pero sin poder de nada, tal y como habíamos vivido los últimos nueve años. y quién iba a saber entonces, en la pecera, que casi treinta años después esos rusos, checos y polacos se alzarían y tendrían espectaculares revoluciones de vodka, de terciopelo y de ladrillos sueltos que harían desmoronar todas las estatuas de lenin sin apenas sangre, mientras nosotros seguiríamos con nuestra revolución sin-son-son-pero-te-doy-ron impuesta y clavada en todas las extremidades, donde las llagas ya ni sangre tendrían.
los milicianos cambiaron de posición y de pronto se oyó el ruido de la estática eléctrica en las bocinas de la pecera. una voz de mujer, clara y de preciso acento habanero, se difundió por la pecera y rebotó en todas las paredes de cristal que nos rodeaban. fulanito tal y tal y sus acompañantes, repórtense al oficial más cual. uno de los milicianos dio un paso adelante. nadie se movió ni se levantó. el miliciano nos miró con soberbia. muy viril, el hombre nuevo cubano. apenas si se acababa el 68 y ellos aún se creían la mentira al pie de la letra. todavía eran los revolucionarios por la patria, no los esbirros en contra del pueblo. aún no eran marielitos ni balseros ni emigrados a la diasporita, pero les tocaría. aún defendían un ideal, fieles fidelistas comunistas socialistas, nuestros otrora hermanos culturales que ahora nos despreciaban porque éramos vendepatrias gusanos que simplemente no pensaban como ellos. el flamante milico repitió el nombre del infeliz a quien le habían encontrado una mosca aplastada en el expediente. un hombre flaco por fin se puso de pie, titubeante. se acercó al miliciano y le habló casi susurrante. hacía gestos de imploración hacia una mujer y un niño. la mujer había empezado a llorar. el niño tenía la cabeza metida en el pecho, barbilla hincada. el miliciano negó con la cabeza y empujó al hombre a un lado. le hizo gesto a la mujer para que se levantara. temblorosa, la mujer cogió al niño de la mano y se acercó a su marido. salieron detrás del miliciano, los tres vestidos de domingo, alicaídos, grises. mi madre suspiró y me apretó la mano. mi padre apretó aún más sus ojos cerrados y las mandíbulas tensas de tanto rechinar los dientes desde la llegada del telegrama. alguien, muy bajito, dijo “josdeputa” mientras se llevaban a la familia, pero el silencio se tragó el insulto. cayó en el pozo profundo de la pecera, pozo de ansiedad y anhelos. el pesar se adueñó de todos durante las siguientes horas en que nadie ni tosía.
por fin llegó un avión de mexicana y llamaron a un grupo. los hombres iban nerviosos, los niños lloriqueaban y a las mujeres se les viraban los finitos tacones al caminar en fila india hacia la puerta que los llevaría afuera, donde tendrían que caminar por la pista hasta la escalerilla del avión. y según las instrucciones milicianas, en ningún momento podían darse vuelta y mirar hacia la terraza donde se apretujaban los familiares diciendo adiós, advertía unos de los milicianos. así tenía que ser hasta el final, silencio, obediencia, ni pizca de protesta o no había salida de la pecera. así se fueron aquellos cubanos a méxico y quedamos nosotros en la pecera, esperando la carabela que nos iba a llevar a la madre patria en un viaje de descubrimiento a la inversa. la nuestra sería una carabela holandesa motorizada con propulsión a chorro que iba a hacer escala en curaçao en medio de una madrugada larga, donde caminaríamos como zombies en un aeropuerto de lujo y luego a lo largo de una noche interminable sobre el océano atlántico flotaríamos entre desayunos confundidos con almuerzos y cenas. tanta comida junta después de la escasez daba asco, repugnancia, y casi todos nos pasaríamos el vuelo de doce horas vomitando, llorando, durmiendo, algunos cantando un himno nacional cubano que a mis oídos infantiles sonaba igual de ridículo y estéril dentro de la inmensa nave aérea como el que hasta hacía apenas unos días tenía que cantar obligatoriamente cada mañana en la escuela.
a partir de ese momento, en medio de descubrimientos, encontronazos y choques culturales, sacudidas y temblores, huracanes, terremotos y avalanchas de nieve, siempre el aplastante sentimiento de sentirse vigilado en una pecera, de que algo faltaba, siempre pez fuera del charco.
6 comments:
Aquí estoy sacudiendo la cabeza en gesto de incredulidad. Así fue, palabra por palabra, pero increíblemente lo he borrado, aunque parece que algo está ahí, escondido en un rincón para darte un bofetón cuando menos lo esperas. Hasta los suéters de lana gruesa. El de mi hermano y el mío nos los tejió una tía, hermana del viejo. Ahora mismo puedo verme en el taxi de "tío gallego", de madrugada, camino a la mansión de El Laguito donde hacían los chequeos médicos y la papelería antes de arrancar para Boyeros. Saludos.
gracias miguel... así fue, a muchos se les ha olvidado por diferentes motivos pero para mí es una espina que me saco escribiéndolo.
Escalofríos al leer esto de lo cierto. Así mismo.
Bella narración del horrible recuerdo.
Teresa Cruz
Mija pues que vieja eres si te acuerdas del 68. Ves, este textito esta mejorcito, pero horita vuelvesa tu boberia.
Gracias por sus visitas y comentarios.
Esa experiencia a una niña de 10 años tan observadora como yo no se olvida. Saludos
Post a Comment