1.09.2012

longaniza y choricera eterna, aun

La camiseta la compré en el D.C. allá por 1989. Forma parte de mi colección de camisetas con tipografía funky que guardo en una gaveta en la casa de mis padres en Miami. De muchas solo quedan retazos y recuerdos. Otras están manchadas de pintura de mis esfuerzos de remodelaciones y brocha gorda. De esta queda casi todo, y aun me la pongo con gusto cuando ando por nuestra ciudad-estado, como parte de mi disfraz mayamense. El otro día, cuando entré en la tienda Ross de la Coral Way y la 37, en Coral Gables, Miami, EE UU, la llevaba puesta. 

Necesitaba comprar un par de almohadas nuevas con urgencia y, a pesar de estar en medio del consumismo dislocado de las fiestas navideñas, decidí entrar en esa tienda de descuentos y clientela pintoresca. Fui directamente a la sección de almohadas, esquivando carritos y mujeres culonas en lycra, viejas elegantes con enormes gafas de sol, niños gritones y mocosos y hombres dorados de acentos suramericanos, todos en busca de ofertas entre la quincallería de marca. Apreté rellenos, sacudí fundas, metí mano por debajo de las cremalleras y por fin hallé dos almohadas que tal vez solucionarían mi problema de insomnio. Contenta, las agarré una en cada mano y miré hacia las cajas, a ver cuánta cola había. Longaniza y choricera eterna, pensé al ver la cantidad de gente apretujada allí. Suspiré. Mis hallazgos eran de buena marca, se sentían cómodas y el precio era estupendo. “Tienes que soportar esta tortura”, me dije y decidí dar una vuelta por los utensilios de cocina a ver si disminuía la cola. Al doblar de un pasillo al otro, choqué… bueno, se me tiró encima, con carrito y todo, con una muchacha. Me disculpé, aunque no fue mi culpa, pero ella ni pío. Me mortificó su falta de cortesía y se lo dije, en español porque me pareció cubana: “Disculpa, pero no fue mi culpa, te me tiraste encima…” La mujer —porque era una temba de unos cuarenta, atractiva y bien formadita— me miró de arriba abajo con tanto desprecio que por poco caigo lanzada por el empujón visual. Siguió silente y yo, ya hirviendo de ira con dos almohadas en las manos que me impedían estrangularla, me le atravesé adrede ahora. “Repito, no fue mi culpa y yo ya me disculpé…, espero la tuya”. Ella iba bien vestida, al contraste de la mayoría de las mujeres en lycra y sandalias en la tienda, con jeans a la moda, zapatos cerrados, bolso, blusa entallada, argollas de plata, pulsitos y gangarrias varias, bien maquillada y perfumadita, seguramente con muestras de Macy´s. La mujer me miró: “Oye, quítate o te paso por arriba…”. Su voz era aguda, no muy atractiva. Insultada otra vez, abrí los ojos en interrogativa furiosa, demandando la disculpa en la que me había empecinado. Entonces la mujer detuvo la vista en mi camiseta, parte del cuerpobstáculo que le impedía pasar. Sus ojos se movieron de mi rosto a la camiseta varias veces. Por fin, haciendo una mueca que tal vez quiso ser sonrisa burlona, habló, pero en ruso. Me tomó tan de sorpresa que esta vez fui yo quien se quedó sin habla. No entiendo el ruso, pero lo reconozco cuando lo hablan. Y las letras medio desteñidas de mi camiseta formaban, en ruso, un “God Bless America” desfachatado, muy apropiado para el personaje que fui en 1989, aunque no creyera en ese dios que benigno bendecía a una América que no era necesariamente mía del todo, pero sí creía en la ironía del milagro de un recién desvanecido imperio soviético y lo que pudiera entonces suceder a uno de sus sateliticos, insignificante, pero parcialmente mío.

La mujer, al darse cuenta de que yo no entendía lo que me decía, empujó el carrito de nuevo contra mí. Le devolví el empujón esta vez, habiendo ya en la espera de la disculpa depositado las bolsas de las almohadas en el piso. Nos miramos con desafío, yo con la col agria de su voz remolacha en mis tímpanos y ella con mi camiseta rusoamericana en la diana. Estaba dispuesta a todo, furiosamente ensimismada ya por la falta de cortesía de la mujercita que por alguna razón se creía con derecho a empujarme y negarme una disculpa. ¿Se trataba de apariencias clasistas, ella bien vestida, enjoyada y perfumada y yo no, cómoda y casual, sin una gota de perfume que no fuera el aroma de mi mortificación? Obviamente, la mujer era una cubana que sabía ruso, porque leyó mi camiseta y la comentó, cosa que me hacía especular con agilidad mental las posibilidades de la procedencia de su educación, o la consecuente carencia de la misma. Visualicé entonces al galope muchos escenarios, iras, cosas en común y diferencias entre el 1989 de esa mujer y el mío, que fuera tan lleno de esperanzas y posibilidades, tan inmensamente poblado de puentes, abrazos y encuentros, yo tan joven y dispuesta-a-lo-que-sea entonces, ella tal vez una adolescente que soñaba con el capitalismo a escondidas. Porque qué año tan maravilloso, 1989, compuesto de derrumbes de terciopelo en el mundo y ganas en flor en mi escenario de personaje cambiante, pensante, ambulante. Pensé todo eso en unos dos minutos, tiempo en que la mujer me miró encabronada mientras yo la miraba casi ausente, pero aun mortificada por todo lo ocurrido. Entonces, apretando sus labios probablemente deliciosos en otras aun más absurdas circunstancias, la mujer lo dijo. Entró a mis oídos, que lo amplificaron a todo volumen: “Está bien, chica, disculpa... y ahora, permiso… gusana de mierda”.

Juro que no lo entendí o tal vez no quise entenderlo, creerlo, analizarlo. No era la primera vez que me insultaban con la palabreja, y seguro no será la última. ¿Pero… de verdad me LO dijo esta mujer aquí, en la tienda Ross de la Coral Way y la 37, en Coral Gables, Miami, EE UU? Se me crisparon todos los músculos que quedan bajo la grasa y sentí un calor malsano subirme por el cuerpo. Algún insulto tenía yo que decir a cambio, me repetía el cerebro atorado de los recuerdos, las almohadas para el insomnio, las navidades mayamenses desde hace ya una eternidad, el consumismo de baratijas, las mujeres en lycra, el año casi nuevo otra vez aquí, y esta fulana, casi elegante, casi bella, rusoparlante, temba cubana ideal para calentar una noche de invierno tropical —siempre y cuando le pongan mordaza a su voz de col y remolacha—, esta cubana tal vez succionadora de pecados políticos infiltrada por la malla agujereada de nuestra ciudad-estado… ¿cuánto tiempo llevará ella acá, despreciando a tantos “reptiles huyuyos” de la jaula, empujando carritos llenos y veloces en los Ross, en los Sedanos, en los Navarros, en los Macy´s de nuestra ciudad-estado, esperando chocar conmigo hoy, a finales del 2011, para leer el ruso burlón de mi camiseta de 1989 y el cubano frustrado de mi vida entera fuera de todo lo demás que tal vez vivió ella, aprovechando la siniestra ocasión para tirarme encima un carrito lleno de cachivaches hechos en otro imperio, negándome una disculpa y todo lo demás y encima, insultándome con la palabreja que más aborrezco de toda mi vida de mitad esto y mitad lo otro? 

Miré su rostro, que seguía siendo bello a pesar de todo y de pronto se me fue. Toda la ira que había sentido desde que la mujer y yo chocamos se esfumó. Estupor, asco y luego indiferencia serían mejores vocablos. Le abrí el paso y, con voz calmada y chorreada de cortesía, pasándole por el lado y aspirando con gusto su perfume decadente, capitalista, se lo dije: “Sin mí, gusana de mierda, no podrías existir tú, hipócrita del coño de tu patria madre ”. 

Y me fui a hacer la cola, longaniza y choricera eterna, aun.