
sólo llevaba unos días en madrid, observando angustiada cómo mis padres trataban de ubicarse sin apenas dinero, viviendo en una pensión de la carrera de san jerónimo llena de estudiantes "comunistas". en realidad, me diría el tiempo, eran jóvenes antifranquistas encandilados por los recientes acontecimientos sesentayocheros del mundo. por eso nos miraban con desprecio cada vez que nos veían, huidizos, caminar por los pasillos hacia el baño comunitario. "ostias con estos cubanos... habéis abandonado el paraíso por esto, leches...", farfullaban fumando como adictos. mi padre se contenía, pero mi madre, sin falta, los mandaba a bañarse, porque sí que apestaban. y yo, asustada, sólo pensaba en la espléndida sonrisa de la vaca roja que me daba la bienvenida cada vez que bajábamos al calor del metro de la puerta del sol, camino al comedor de monjas. allí los cubanos exiliados podíamos almorzar por 10 pesetas... picadillo de cordero, con un tufito que perdura hasta el día de hoy. potaje de lentejas con papas. arroz ensopao. nos servían una cucharada de cada cosa. eso era todo. después, camino al metro otra vez, había que comprar una bolsa de patatas acabadas de freír, otras 5 pesetas, para matar el hambre que aún nos maltrataba la barriga.
la vaca sonriente me hacía feliz otra vez, en el viaje de regreso a la pensión. mirándola, rodeada de quesos, me parecía lo más hermoso que podía existir en el mundo. aún no los había probado, esos quesitos en miniatura y pasarían meses antes de que pudiera comprarlos. pero no importaba. la vaca que reía sin parar era mi consuelo, tan roja, femenina, saludable y sonriente. durante las dos semanas que vivimos en la pensión verla fue mi único consuelo. bajar al metro y saludarla en silencio, ella tan incrustada en su cartel publicitario, sus ojitos cerrados de la risa, pura felicidad en su bondad láctea. sin saberlo, fue la vacuna contra la inconsolable nostalgia infantil que me embargaba.