Cena de los martes
Estábamos hablando acerca del placer y Cali hizo una de esas historias suyas que a veces nos parecían pura improvisación.
Dijo que, cuando era joven y vivía en un pequeño pueblo de Matanzas que se llamaba Gerpi, en su familia tenían una invariable costumbre: hacia el mediodía, el padre cogía un cerdo de mediano tamaño, le quitaba una ancha franja de pellejo del lomo, le hacía entre quince y veinte tajos en la carne desnuda, con un cuchillo bien afilado, siempre en sentido transversal a la columna vertebral.
Entonces la madre comenzaba a echar vinagre salado en la carne desnuda y en cada una de las heridas. Una y otra vez, más o menos cada quince minutos, repetía la operación. Y así durante horas. Al anochecer, se sentaba la familia alrededor de la mesa en cuyo centro yacía el animal. Comenzaban a comer escogiendo la parte de la carne que ya estaba cocinada por el vinagre salado.
Su padre se reía a veces de los alaridos del cerdo, aunque ya, cuando estaban terminando de comer, a pesar de que todavía seguía vivo, no dejaba escapar más sonido que el de su respiración desesperada. Decía Cali que cada vez que el animal soltaba el aire parecía que no volvería a aspirar, pero, aun cuando cada vez demoraba más en hacerlo, hubo ocasiones en que todavía a las diez de la noche continuaba vivo.
1 comment:
ni imaginar las sobremesas de estas sadomesas. saludos.
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